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ESTACIÓN DELIRIO

Nuevo libro de la gran escritora arequipeña Teresa Ruiz Rosas

Publicado: 2019-12-05

Hace más de dos décadas que sigo la obra de Teresa Ruiz Rosas y me confieso una devota admiradora de la fineza de su prosa, de su oído bien entrenado para captar el ruido de la calle y de sus parroquianos, de la enorme cultura que despliega sin aspavientos en cada una de sus obras, de su sororidad indesmayable, de su arequipeñismo universal. Pero, sobre todo, del incandescente humor ruizrosiano, a veces negro, otras irónico o sarcástico (por cierto, parece ser un sello de familia), que se manifiesta en las situaciones más inverosímiles y dramáticas, como quien rompe la tensión del relato con un gesto tan cotidiano y prosaico como “sonarse la nariz con estrépito”, que alguien tenga “una erección inoportuna” o que otro luzca el color del “queso helado de La Nueva Palomino”.

Creo que Teresa es la única, o de los pocos escritores, que emplea naturalmente palabras como huato, pichirruchi, siútico, babieca, ñisca o atorrante. Ni Vargas Llosa, también proclive a usar modismos mistianos, los emplea con tal regularidad, soltura y exactitud.

El escenario de Estación Delirio es un aséptico y lujoso sanatorio, dirigido por un psiquiatra eminente apodado Profeshock Tauler, ya los lectores se enterarán porqué, quien además es un apasionado coleccionista de arte moderno.

El espacio clínico donde se desarrolla la trama de alguna manera había sido tratado en La Mujer Cambiada aunque con una temática absolutamente diferente. En esta trata de enfermas mentales, en aquella es una clínica de cirugía estética. Sin embargo, en ambas obras la historia no es lo que sugiere el lugar. Teresa siempre da una vuelta de tuerca, una mirada original, situándose en un ángulo diferente para atisbar lo que se esconde detrás del letrero, el misterio que se cuela entre las hojas y en las, con frecuencia, sórdidas historias que van desenredando los personajes.

El manejo controlado y sobrio del suspenso me hace pensar que Teresa, como Lucía Berlin (autora de Manual para mujeres de la limpieza) esconde bajo el colchón centenares de novelitas de misterio.

Lo que no esconde para nada son una serie de referentes aprehendidos a punta de lecturas y escuchas que le inocularon ritmos, cadencias, miradas que dejan su impronta en cada obra. Le pasó con Brahms cuando escribió El Copista, encerrada en un cuartito durante semanas interminables sin más compañía que el Doble concierto para violín y violonchelo; con Stendhal en Nada que Declarar a quien en Estación Delirio recuerda justamente en Stendal, un pueblito situado a pocos kilómetros de Berlín donde Henri Beyle tomó su nombre de escritor; o con Hans Hartung y Willi Baumesteir, pintores de culto alemanes, transgresores y revolucionarios a su manera, condenados al ostracismo por los nazis y cuyo taller, el de Willi, Teresa ubica en la misma calle de la clínica psiquiátrica: la Pradera de la Oca.

Y así pasa con muchos otros autores citados como al desgaire, que no hacen sino testimoniar el envidiable kilometraje lector de la autora (voraz y compulsiva como le hace decir a uno de los personajes) y el riguroso trabajo documental del que viene premunido cada libro. Hay que señalar que ningún nombre, lugar o anécdota es gratuito o producto del azar. Un lector avisado (o avispado) encontrará claves que, como certeros proyectiles darán en el blanco, sea para enriquecer la historia o para confrontar a los actores.

En esta última obra vuelven a aparecer personajes recurrentes, como el singular e inclasificable arequipeño Rogelio del Mar y la escritora y traductora Silvia Olazábal Ligur, suerte de alter ego de la autora, que tiene el encargo de contar la historia.

Con una estructura compleja donde se tejen una serie de historias dentro de la historia y una narrativa poética y seductora, Teresa recurre a flash-backs que nos llevan de Arequipa a Brisgovia pasando por Tetuán, París, Budapest, Barcelona, Jerez de la Frontera, y varias ciudades de Alemania que la autora conoce bien y cita sin esfuerzos ni disfuerzos.

Como en Nada que Declarar, la tremenda obra de Teresa que fue Mención Honrosa en el Premio Copé de Novela el 2011, Silvia Olazábal recoge el legado de Anne Kahl, veinte años después de su muerte, para contar la suerte corrida por 14 mujeres con diferentes grados de chifladura, que fueron dadas de alta en la clínica psiquiátrica en la que estaban internadas.

La carta manuscrita que Anne deja a Silvia en un sobre lacrado, en realidad son dos carpetas de un choclón de páginas cada una, va desatando nudos y abriendo otros, como en la maravillosa nouvelle El Copista, y en el camino va sembrando dudas, interrogantes y reflexiones.

¿Qué es más soportable, la enfermedad del cuerpo o la del alma?

¿Quiénes son los cuerdos y quiénes los dementes?

¿El respeto, la ética o la empatía son valores universales o cambian de significado según los actores?

¿Es más reprobable el médico que abandona a sus pacientes o el trío de jóvenes sudacas (peruanos, en realidad) que no respetan los límites y provocan todos los estropicios imaginables sin un ápice de culpa o remordimiento?

Los invito a leer Estación Delirio y sacar sus propias conclusiones.


Escrito por

María Elena Cornejo

Periodista especializada en gastronomía. Ha escrito sobre restaurantes en la revista Caretas y ha participado en diversos libros y colecciones relacionadas con la gastronomía.


Publicado en

Cucharón viajero

Un blog gastronómico de María Elena Cornejo