No hace exactamente una cocina kilómetro cero, aunque solo necesita un metro cuadrado para cocinar. Justo el espacio que ocupa un wok, una tabla de picar y un mostrador que también hace las veces de mesita. Siempre ha sido así. Desde que a sus 22 años empezó a imitar a su tío Daniel, gran cocinero y fuente de inspiración, generosidad y constancia. El tío Daniel murió joven y rápido; Javier (huérfano de padre desde los tres años) tuvo que ponerse el mandil del tío y empezar a repetir los platos que tenía acumulados en la retina luego de fungir como su asistente durante algunos años. No había tiempo para pensar ni dudar, “mi madre y mis hermanos teníamos que sobrevivir y la cocina fue el medio”, rememora entrecerrando los ojos y bajando la voz casi en un susurro.

Javier fuma su enésimo cigarrillo del día y entre pitada y pitada se sube y baja el barbijo de manera intermitente. Es incómodo, lo sabemos, yo hago lo propio cada vez que bebo un sorbo de la botella de agua que me ha invitado. “La pandemia nos ha golpeado duro”, confiesa entre preocupado y abatido. El restaurante estuvo cerrado prácticamente dieciséis meses, abrió, cerró, volvió a abrir con aforo limitado y la periódica visita de la Sunat que ahora controla recibos, facturas y número de comensales.

“No he subido precios por más que el kilo de lenguado está a 150 soles luego de la catástrofe de Repsol”, dice indignado por la incuria de la transnacional. “¡Qué van a hacer los pescadores!”, se lamenta, “¡qué vamos a hacer los peruanos que tenemos la bendición de un mar maravilloso arruinado un par de años por lo menos!”.

Hay enojo en su voz, pero también nostalgia por un gremio gastronómico sin liderazgo, por gente muy querida que partió sin poder despedirla, como Pedrito Solari, “el maestro de los maestros” de quien aprendió trucos y secretos para preparar cebiche. Tiene palabras bonitas para Humberto Sato, para Mariano Valderrama a quien recuerda como un gran comensal, para Liliana Com de quien alaba su enorme generosidad (“es una persona que se alegra genuinamente con el éxito del otro”), para Monseñor Bambarén que fue un día con punzadas de dolor en el estómago dispuesto a tomar solo agua y terminó curándose con un cebiche hecho con muña y ruda (“usted manda en su Iglesia y yo en mi restaurante”, lo convenció), y para Eric Ripert cuya foto con Bourdain comiendo cebiche en su restaurante está colgada en una de las paredes del local. “Para mí Eric es el mejor cocinero del mundo y la mejor persona. Me visita cada vez que viene a ver los cafetales que cultiva en Bagua. Una vez preparó un pescado con granos crocantes de café cuyo sabor conservo en la boca hasta ahora”, dice.

Por Chez Wong, nombre con el que poeta Rodolfo Hinostroza bautizó el local donde atiende ininterrumpidamente desde 1994, han pasado infinidad de comensales de todo el mundo. Ripert lo comparó con Hiroyoshi Ishida el templo japonés donde solo se prepara sushi; a otros les recuerda a Sukiyabashi Jiro, el famoso itamae que recibe cada noche ocho comensales en una sola mesa. Lo cierto es que todos buscan el “cebiche perfecto” (que para Wong no existe) y los inspirados saltados de herencia gastronómica china en los que pone todas las verduras que encuentra en el mercado. Por eso nunca un cebiche es igual a otro ni un saltado tampoco. No sigue ninguna receta, solo imaginación y creatividad. A veces le agregará frutas (melón, fresas, piña, chirimoya, mandarina); otras, le pondrá especias, granos o frutos secos (canela china, pecanas, tocino, maní, kiwicha, ajo) o líquidos diversos (coca cola, pisco, cerveza, salsa de ciruelas). “No hay inventos sino descubrimientos”, sentencia.

Se confiesa omnívoro, come de todo y la comida criolla le encanta. Durante la pandemia su esposa Zoila se encargó de la cocina, como todos los domingos, además. Es una chiclayana de sazón maravillosa. “Ella es la jefa y cocina mejor que yo”, dice convencido. “Sino fuera por ella me habría muerto hace tiempo, soy diabético, hipertenso y hace poquito me volvieron a operar del corazón. En lo único que no le hago caso a mi mujer es en dejar el cigarro”.

Javier está cansado de la situación, de las restricciones, de luchar contra la corriente. Sin embargo, acepta de buen talante tomarse una foto con los tres últimos comensales que lo esperaron pacientemente antes de iniciar nuestra charla. Es que un cocinero se debe a sus comensales. Si no está al mando de los cuchillos el restaurante no abre. Viaja poco, no más de 4 o 5 días en su rol de representante de la Marca País. También se ausenta una semana al año para ir a Nueva York a cocinar para Médicos sin Fronteras, asociación humanitaria internacional que ayuda a víctimas de desastres naturales y humanos. Apoyar, compartir, ayudar, agradecer es parte esencial del ser humano.

No es gratuito que una de las dos paredes de su local tenga fotos de Grau, Bolognesi y Quiñones. A qué se debe ese culto a las Fuerzas Armadas, pregunto intrigada. El culto en realidad es a los valores que representan o deberían representar: caballerosidad, nobleza, disciplina, respeto al adversario, humildad, valentía. “La carta de Grau a su esposa debería ser lectura obligatoria en los colegios”. Poco conocemos a nuestros héroes. Poco queremos al Perú.